lunes, 18 de junio de 2012

JUAN HERRERO HERNÁNDEZ, LA PERSISTENCIA DE LA MEMORIA [I].

Recuerdos -evocaciones y remembranzas- de un nonagenario 
afincado en Torrebaja (Valencia).


De lo que te compres, que te sobre una peseta...
–eso he pensado siempre-.
Juan Herrero Hernández (Ademuz, 1922).


            Palabras previas.
           Conozco al señor Juan –me refiero a Juan Herrero Hernández (Ademuz, 1922)- de toda la vida, y también conocí a sus padres, Manuel y Crisanta, naturales de Ademuz y afincados en Torrebaja, adonde vinieron como medieros en enero de 1936. Sus padres fallecieron hace ya muchos años y él acaba de cumplir su nonagésimo cumpleaños, es viudo y vive solo. El 18 de mayo, día de su aniversario, nos invitó a varios vecinos a unas pastitas que compró en la panadería...
          Todos o casi todos los vecinos de Torrebaja conocen al señor Juan, vive en la calle de san Roque, en una casita estrecha con balcón que hay antes de llegar a la plaza del Ayuntamiento, y es fácil verle sentado en su silla de enea junto al portal de su casa o en el banco corrido de la plaza. Camina muy despacio, con ayuda de dos garrotes que lleva. Le han dejado un andador con ruedas, frenos y una cestilla delante, pero no la utiliza, por la dificultad que le supone saltar el tranco que separa el interior de su cada de la calle, por eso profiere utilizar los bastones. Según la hora del día y la estación podemos encontrarle en distintos sitios, a primeras horas de la mañana en una esquina de la plaza donde comienza a dar el sol, después se acerca hasta el banco de la plaza, buscando el sombraje de las acacias y por la tarde junto a su puerta. Esto cuando hace bueno, pero en invierno y en épocas de mal tiempo apenas sale de casa.
            Al pasar por la calle o la plaza, todos le saludan: ¿Qué tal, Juan, cómo estás? –preguntan-. ¡Ya puedes ver...! –contesta él-. La frase se repite muchas veces al cabo del día, pero al señor Juan no le molesta; todo lo contrario, le gusta que le digan algo: Sí, creo que la gente me aprecia, y cuando se interesan siento su afecto, pues casi todos se ofrecen por si necesito algo... Lo cierto es que todos los vecinos –imagino que también sus familiares- están atentos a sus necesidades, aunque unos más que otros, claro. El señor Juan tiene dos hijos: una hija casada en Teruel y un hijo, también casado, en Torrebaja. Como decía, el señor Juan vive sólo en su casa: Sí, donde mejor está uno es en su casa, pero ya veremos donde iremos a parar... –eso me dice cuando le sugiero irse con sus hijos o ingresar en una residencia-. Tengo buena relación con él, pues le veo y saludo todos los días, y la confianza suficiente para una conversación específica acerca de asuntos personales, intimidades y recuerdos; de hecho se deja aconsejar y aunque es persona reservada tampoco se cohíbe a la hora de pedirme lo que necesita. Al comienzo de la primavera me mandó a un huerto que tiene en la partida Bajo las Nogueras: Acércate al huerto y corta las ramas le laurel que te parezca, a mí me basta con una... –antes me las traía él mismo, pero hace tiempo que ya no se aventura por el campo-.

El señor Juan Herrero Hernández (Ademuz, 1922), sentado en un banco de la plaza del Ayuntamiento en Torrebaja (Valencia), año 2012.

           
            Pocos días después de su cumpleaños, estando él sentado en su lugar habitual de las mañanas, le dije de hacerle una entrevista para festejar el acontecimiento: Bueno –me contestó- como tú quieras... –y así quedamos-. El texto que se expone es el resultado de varias conversaciones que mantuvimos con el pretexto del aniversario y el extracto de otra previa publicada hace algunos años.[1]

            Contenido de la entrevista.

         Háblame de tu infancia en Ademuz, ¿qué recuerdas de tus abuelos, de tus padres, de los amigos de entonces?
  • Mis abuelos tenían una casa en El Vallao, por encima de la calle Cruces. Por la parte de abajo estaba la entrada, con la cuadra para los animales y en la planta de arriba la cocina y habitaciones. También tenía cambra y cambrucho... Por arriba daba a una era, donde mi abuela tenía un corralillo con animales: gallinas y conejos... Las calles de Ademuz eran de tierra, muy encosteradas y sin cementar, y cuando llovía se preparaban unos barrizales de miedo. Además, al pasar te caían todas las canaleras..., ¡Nada, que no se podía salir de casa! Había algunas viviendas muy buenas, pero la mayoría eran más bien pobretonas... Mi abuelo Juan Herrero Alpuente era de la familia de “los Ramone”. Tuvo tres mujeres y las tres se le murieron..., aunque solo tuvo hijos de la primera. Era un hombre fuerte, fíjate que pasaba de los ochenta y todavía tenía un macho de tres años... Se lo requisaron cuando la guerra y se lo llevaron al frente, como hicieron con muchos otros de Ademuz. Cuando se dio cuenta que habían vuelto los de los demás y no el suyo no paró hasta que dio con él... Llegó hasta el frente, por ahí por la parte de Teruel, lo reconoció y se lo trajo: ¡Vaya si se lo trajo! Después lo cambió por una burra...[2]

            Y continúa:
  • Mi padre se llamaba Manuel Herrero Álvaro (1890-1982) y mi madre Crisanta Hernández Tomás (1886-1977), ella de la familia de “los Salaos” de Ademuz. Fuimos seis hermanos: Vicente, Manuel, yo, que soy el tercero, Ramona que era la única chica, Ramón y Pedro, el más joven, que ya nació en Torrebaja y murió siendo niño. Cuando yo era pequeño en Ademuz había dos escuelas y varios maestros de niños, además de las maestras de niñas. Yo iba a la que había en la plaza del Ayuntamiento, esquina la calle que va al Solano. Era un edificio de dos plantas, la de abajo para los niños y la de arriba para las niñas.../ Mi maestro era don Juan, un buen hombre y muy competente, muchos de Ademuz le recordarán todavía. Todo lo que sé de letra y números lo aprendí con él, aunque sólo llegué hasta 4º curso. La clase era grande, con más de cien niños, desde 1º hasta 6º curso. Entrábamos en silencio: Buenos días, buenos días... –decíamos-. Entonces había otra educación y mucho respeto. Durante la clase no se oía una mosca, como en misa cuando el cura predica... Los menores, de 1º a 3º se sentaban en bancos, sin mesa... Los de 4º a 6º en pupitres de asientos abatibles, con tintero... El maestro nos hacía dictados y nosotros los copiábamos en nuestra libreta, después los corregía y nos ponía bien, regular o mal, pero todos los días corregía... Había también pizarras grandes en las paredes, donde el maestro escribía las cuentas, sumas, restas, multiplicaciones y divisiones..., las cuatro reglas que llaman. Los alumnos teníamos que copiarlas y resolverlas..., después nos las corregía.[3]
El señor Juan Herrero Hernández (Ademuz, 1922) en la puerta de su casa en Torrebaja (Valencia), posando con unos vecinos  en su nonagésimo cumpleaños (2012).

            ¿Qué más recuerdas de la escuela de entonces?
  • No llevábamos cartera, sino bolsa, como los que llevan ahora los jóvenes al hombro, con los lápices, las libretas y el libro... Recuerdo el libro que teníamos -“Cosas y hechos”- un librico de lectura, con dibujos, todavía está por casa... A veces nos mandaba escribir un trozo, otras copiar un dibujo. Y también leíamos..., nos levantábamos todos los niños del mismo curso y uno se ponía a leer en voz alta y los otros le seguíamos leyendo para nosotros y de vez en cuando el maestro decía: ¡Sigue tú...! -y tenías que seguir por donde lo había dejado el otro-. Si no estabas atento, castigo... También contábamos: Uno, dos, tres... si no prestabas atención se te pasaba el numero y castigo-./ Y cuando el maestro pillaba a alguno hablando, iba por detrás y con una varica que tenía, y ¡zas!, le medía la espalda... Tenía tres varas finas, de distinta medida... Nadie hablaba en clase, y se le trataba de usted, como a los padres: Mande usted... -no como ahora, que los hijos y los niños tratan a los padres y maestros de tú-. Muchos de los problemas actuales vienen de ahí, se ha perdido el acato... y la autoridad. Entonces no había recreo, todo el tiempo era de clase... Había un retrete, una tabla con un agujero que daba a un corral..., de vez en cuando lo limpiaban. Podías salir a hacer tus necesidades, pero no, no recuerdo que hubiera recreo...[4]

            Alude aquí al libro de F. Martí Alpera -Cosas y hechos: primer libro de lectura corriente (1917)-. Se trata de un célebre libro pedagogía infantil para las lecturas escolares que tuvo múltiples ediciones, con ilustraciones de P. Muguruza (Madrid, 1926), de la Asociación Nacional de Magisterio Primario (1934).

            ¿Tienes algún recuerdo especial de tu infancia, cómo era la vida de entonces en Ademuz?
  • En Ademuz había mucha pobreza, aunque también gente rica, unos más que otros: de todo había... Pero pasaba como ahora, el que se movía y trabajaba comía... Recuerdo un viaje que hice con mi padre a Cuenca, tenía yo cinco años y fuimos a vender manzanas con el carro. Lo recuerdo bien porque fue mi primera salida del pueblo, por entonces estaban plantando unas oliveras que hay en el Montecillo, conforme se sube a la derecha: esas oliveras datan de entonces, tienen pues ochenta y cinco años... Fuimos en carro por El Hontanar y llevábamos unos mil kilos de fruta, manzanas. Llegamos hasta un pueblo que dista un día de camino de Cuenca, yendo por la carretera de La Parrilla y siguiendo después hacia Altarejos; entonces la carretera era una pista de tierra, un carril... Vadeamos un río, pues no había puente: llegamos y vendimos todas las manzanas... ¿Por qué íbamos tan lejos?, pues no sé, seguramente mi padre lo tenía cogido así o sacaba mejor precio, no sabría decirte. Pero también iba por allí, desde Ademuz, a vender cebollino, pues entonces se hacían muchos planteles en Ademuz. Nosotros no teníamos agricultura suficiente para comer, por eso comerciábamos, y por eso nos vinimos de medieros a Torrebaja... Claro, las manzanas para vender las compraba mi padre en Ademuz, Casasaltas, Torrealta, Torrebaja, donde las conseguía más baratas, y después las vendía por esos pueblos de Cuenca que te decía.

         ¿Cómo era el viaje desde Ademuz a Cuenca, por dónde ibais, cuánto se tardaba con el carro?
  • Íbamos por la carretera, que entonces ya estaba hecha... Subíamos por El Hontanar hasta al Casa del Mojón, donde había una venta. Según la carga, para subir las cuestas del Hontanar se llevaba una tercera caballería, que en llegando al Mojón se volvía a Ademuz por Vallanca. Siendo yo chaval, alguna vez me tocó volver a mí con la caballería que habíamos buscado... Se bajaba por Las Tóvedas –de Arriba y Abajo-, siguiendo hacia El Losar de Vallanca, Las Tajugueras y continuando después por el camino que conduce a la Rambla de la Virgen, que era por donde bajaban los carros de la madera... Pero también se podía bajar por un camino que había por encima de la carretera de Vallanca, siguiendo hacia el Barranco Seco; en este caso se entraba en Ademuz por El Solano. Desde la Casa del Mojón también se podía bajar hasta Vallanca por el barranco del Nogueral, del que decían que había tantas nogueras como días tiene el año... Desde la Casa del Mojón, la caballería buscada se volvía a Ademuz y el carro continuaba en dirección a Cuenca: en invierno se tardaba tres días en llegar a la capital: de Ademuz a Salinas del Manzano, donde hacíamos la primera noche; de allí a Carboneras, donde se hacía la segunda noche y de allí a Cuenca, tercera noche y por la mañana del cuarto se hacía el mercado. En verano, como el día alarga, podíamos hacer jornadas más largas: de Ademuz a Cañete, primera noche, de allí a Fuentes, segunda noche y al amanecer del tercer día ya estábamos en Cuenca, para hacer mercado. Cuando íbamos por los pueblos, la venta se hacía por kilos, llenabas la cesta y con la romana te ibas a vender... No, nada de bandos, iba por las calles, ofreciendo de casa en casa, y cuando la terminaba, pues volvía a carro a llenar la cesta. El carro se quedaba en la posada, no se movía. La venta se hacía a cambio de perras, pero también al trueque por trigo, porque allí se cogía mucho cereal. En Cuenca ciudad las vendíamos a los detallistas de las tiendas, entonces se vendía antes... ¿Qué tipo de manzanas llevábamos?, pues las que se criaban por aquí: reinetas, esperiegas, miguelas, comadres, garcías, ricardas... –todas muy buenas, la gente las compraba y las comía con gusto-.

            El señor Juan menciona el camino que va desde Las Tóvedas de Abajo hasta Ademuz, siguiendo el antiguo camino de la madera, también conocido como "del oro verde", recientemente rehabilitado: en algunos tramos todavía pueden verse las "carriladas" de los carros profundamente labradas sobre la piedra.[5] Y sigue diciendo:
  • De aquí del Rincón de Ademuz iba otra gente a vender a Cuenca, no íbamos sólo nosotros... En cierta ocasión, recuerdo que fuimos con mi padre, mi hermano Vicente y yo con dos carros, uno grande y otro pequeño de mi hermano. Coincidimos en Cañete con José el Campillero que vivía en Los Santos –de una familia que había venido cuando la guerra-: ellos pararon en una posada y nosotros en otra. A la mañana siguiente madrugamos para salir temprano, pero ellos ya se habían marchado. Por la noche coincidimos en Fuentes, esta vez en la misma posada... Estábamos cenando cuando se nos acercó una mujer, cuñada del Campillero, a preguntar a qué hora íbamos a salir, y acordamos salir juntos sobre las cuatro, para llegar a Cuenca al rayar el día... Total que terminamos de cenar y nos acostamos, y a la mañana siguiente nos levantamos a las tres, y antes de enganchar las caballerías les eché algo de pienso, paja y algo de cebada para que comieran, cuando viene mi hermano diciendo: ¡Que los campilleros ya se han ido...! Así que recogimos rápido el pienso de los pesebres, enganchamos y enfilamos tras ellos; les encontramos por Las Zomas... Pregunté a una mujer que encontré en el camino y me dijo que por delante iban tres carros, entre ellos los campilleros. Claro, era todavía de noche, sólo se veía lo que iluminaba el farol del carro... Sí, los carros llevaban un farol con una vela dentro... Se lo dije a mi padre y a mi  hermano y acordamos que echara yo delante, y les alcancé en La Melgosa: pasé junto a los campilleros sin decir nada, ni los miré siquiera... Al llegar a Cuenca dejamos los carros en la plaza y yo me subí a la posada con las tres caballerías, las mantas y las sacas, para dejarlos en casa de la Encarna, que así se llamaba la posadera, y me dijo: ¡Hala, que a lo mejor ya habéis vendido...! ¡A lo mejor! -le contesté yo-. Y cuando bajé, ya habían vendido el carro grande entero y la mitad del pequeño. Y a las doce de la mañana salíamos nosotros de Cuenca para casa, con todo vendido. Me acuerdo muy bien de aquel viaje, porque aquel día iba Franco a inaugurar un puente para el tren de Cuenca-Carboneras, sí, un puente que habían construido en Arguisuelas... Entonces, el tren de Madrid llegaba hasta Cardenete y el otro no pasaba de Arguisuelas, por eso fue de construir ese puente. Salimos antes de las doce, porque dieron una orden de que a partir de esa hora no saliera nadie de Cuenca, imagino que para evitar algún atentado al tren y eso..., y a dormir a Fuentes. El viaje lo hicimos en cinco días, dos de ida, dos de vuelta y uno de venta... Y los campilleros se pasaron allí quince días, porque no podían vender; no les estuvo mal... Eso fue ya después de la mili, por el año cuarenta y siete o cuarenta y ocho, porque yo me casé en el 48 y todavía no estaba casado.

            Se alude aquí a una anécdota referida a la competencia existente entre algunos de los vendedores de fruta que iban a Cuenca, datando el hecho en relación con la inauguración del puente de San Jorge en Arguisuelas (Cuenca), por donde discurre la vía del “Ferrocarril Directo de Madrid a Valencia”: dicho puente sobre el barranco de San Jorge en Arguisuelas es “gemelo” de otro existente en la misma línea sobre río Cabriel, siendo ambos diseñados por el ingeniero Demetrio Ullastres Astudillo. El de Arguisuelas mide 148 metros y está basado en siete arcos: tres iniciales de 10 metros, uno central de 88 metros de largo y 90 de altura y otros tres finales de 10 metros. El tercer puente sobre esta línea es el monumental viaducto sobre el río Narboneta –de 669 metros, el mayor de su tiempo-, diseño del ingeniero Gonzalo Torres Quevedo. La inauguración tuvo lugar con gran boato el 25 de noviembre de 1947, en presencia del general Franco.[6]
Vista del Puente de San Jorge en Arguisuelas (Cuenca), por donde discurría la línea del "Ferrocarril Directo de Madrid a Valencia", obra del ingeniero Demetrio Ullastres Astudillo (1947).

Vista del Puente de San Jorge en Arguisuelas (Cuenca), por donde discurría la línea del "Ferrocarril Directo de Madrid a Valencia", obra del ingeniero Demetrio Ullastres Astudillo (1947).

           ¿Cómo era entonces la vida en las posadas, se dormía en habitaciones, en la cocina, con los animales…?
  • Cuando íbamos de viaje llevábamos una saca de lona y mantas para dormir… La saca la llenábamos hasta la mitad con paja de la pajera y por la mañana la volvíamos a vaciar. Se dormía en las cocinas o comedores, con los demás viajeros, todos en la misma sala. En invierno solía haber una estufa o fuego bajo, pero se apagaba… Con tanta gente no hacía frío, no. Otros se iban a dormir a la cuadra, con los animales, o se ponían junto a los carros, pera vigilar la mercancía… A mí me gustaba mucho ir a vender por los pueblos, conocer y tratar con gente, me lo pasaba bien, era una forma de vida muy libre… Después cambiamos los carros por el camión, así se iba más rápido, pero el sistema de vida era similar. La guerra fue mala y la posguerra peor, pero pasó lo que está pasando ahora, que el que tenía comía y el que no tenía no comía, pero el que quería tener tenía: yo nunca me quedé sin comer, supe buscarme la vida… En plena guerra le compramos a tu padre -se refiere al señor Alfredo Sánchez Esparza (1905-1984)- planteles de vivero de manzanos y nos fuimos a Utiel a venderlo con el carro; llevábamos también alubias secas y semillas de almendro, sí, almendras peladas… Nos fuimos con el carro por El Hontanar en dirección a Carboneras, Cardenete y Villar del Humo, volvimos a Cardenete y de allí bajamos hasta Utiel… Sí, esto fue en plena guerra. Estando en Villar del Humo sucedió aquello que te conté, que encontramos al tío Salvador Garrido, el alcalde de Ademuz, que estaba escondido allí… En Utiel no había nada, pero nada de nada para comer. Cuando mi padre le dijo a la posadera qué tenía dijo que nada, que no tenía nada… Mi padre compró alguna lata de sardinas y un poco de pan que encontró por allí, eso fue lo que cenamos: pan con sardinas… De vuelta a casa mi padre me mandó entrar en Camporrobles, a ver si encontraba pan, así comeríamos algo, aunque fuera pan y naranjas: porque lo vendimos todo, el plantel, las alubias y las almendras, y compramos naranjas para vender por aquí; pero en Cañete las vendimos… Aunque yo me comí medio banasto, desde entonces tengo aborrecidas las naranjas. En Camporrobles encontré dos rollos de pan y los compré: ¡Eran dos rollos bien hermosos, parece que los estoy viendo! Cuando llegamos a Cardenete, la posadera sólo tenía huevos, así que nos hizo unos huevos fritos y nos los comimos con los rollos de pan. Cuando llegamos a Cañete, allí ya pintaba otra cosa, había más comida, no como en la parte de Utiel que no había nada. Quiero decirte que el que salía encontraba, pero había que salir y buscarse la vida…

            Se menciona aquí al que fuera alcalde de Ademuz -don Salvador Garrido Camañas-, al que el señor Juan y su padre encontraron escondido en una casa de Villar del Humo (Cuenca) durante la guerra.[7] En relación con el testimonio del entrevistado, existe el del propio afectado, quien con fecha 21 de enero de 1941 declaró para la Causa General ante el Juez Municipal Suplente de Ademuz –don Serapio Ramírez Esparza-, diciendo: “[...] después y ordenado por/ los elementos del Comité, fui llevado por elementos de la FAI./ á varias checas en compañía de Máximo Ramírez [Esparza], Pedro/ Jesús Garrido [Sánchez] y Luciano y Felipe Navarro [Ruescas], y á la cárcel/ Modelo, donde fue juzgado y puesto en libertad el día trece/ de Febrero de mil novecientos treinta y siete, teniendo que/ refugiarme en el pueblo de Villar del (H)umo (Cuenca), por lo/ perseguido que estaba por estos elementos”.[8]

            Cuéntame algo del servicio militar, ¿dónde lo hiciste, recuerdas alguna anécdota?
  • Como nací en 1922 soy de la quinta del 43 y la mili la hice en Melilla... Fuimos de aquí a Valencia, por Teruel: nos citaron para el 19 de marzo pero nos bajamos un día antes para ver las fallas. Pero resulta que había ocurrido algo y nos mandaron de nuevo a casa, citándonos para el 30 de ese mismo mes. De Valencia fuimos a Málaga, en tren: comimos en Játiva, a cenar a Albacete, a comer en Alcázar de San Juan y a cenar a Málaga. Esa misma noche embarcamos para Melilla... Recuerdo que había allí un barco llamado Ciudad de Teruel. Íbamos varios mozos del Rincón de Ademuz, conmigo venía uno de Torrebaja, Pepe el Cristos –se refiere a José Iglesias de la Salud-. Recuerdo que yendo ya en el barco dijeron por el altavoz: ¡Los reclutas de Torrebaja, que se presenten en tal sitio...! Nos quedamos parados, pero lo comprendimos enseguida, porque el jefe de la escolta que acompañaba a los reclutas era el capitán Aliaga –se refiere al comandante León Aliaga Esparza (1893-1967)-, natural de Torrebaja. Vino uno de la guardia y nos llevó ante el capitán Aliaga, nos presentamos y nos mandó seguirle con las maletas que llevábamos, y nos asignó un lugar donde dormir... Porque habíamos tenido un problema en el tren: resulta que el Cristos se había quedado dormido en el suelo y el cabo, que era un chulo, le dio una patada para despertarle, entonces Pepe se levantó y le arreó una hostia. Claro, el capitán Aliaga estaba enterado y quiso evitarnos problemas. Sí, llevábamos maletas de madera, lo que había entonces. ¿Qué llevaba dentro?, pues nada, cosa de comer que me había puesto mi madre: embutido, algo de jamón y cosa del frito. ¿Ropa?, la que llevaba puesta, porque allí nos dieron el uniforme... Yo me dormí durante el trayecto, que fue de unas doce horas, y cuando desperté ya se veía Melilla. En cuanto llegamos desembarcamos y nos mandaron a un cuartel: el Cristos fue a uno y yo a otro: él a infantería y yo a artillería. En Melilla estuve veintisiete meses y ocho más en la península, total: treinta y cinco meses y nueve días, eso es, tres años de mili, menudo atracón... Sí, una barbaridad, lo peor fue la pérdida de tiempo, porque allí no hacíamos nada de provecho. En Melilla hacíamos la instrucción y luego guardias, imaginarias, íbamos al tiro y todo lo que conllevaba el servicio militar entonces. Yo comía bien, aunque a algunos les faltaba: claro, tenían más hambre; yo era de poco comer... Fuera del cuartel había unas tiendecicas donde los moros vendían alimentos, algunos compraban. Nos pagaban dos reales diarios a cada soldado... Allí estuve encargado de un carro para transportar piedras, pues entonces estaban sustituyendo los barracones de madera que había por otros de piedra. Para hacerme cargo del carro tuve que presentarme ante el suboficial, me preguntó cómo me llamaba, miró mi ficha y me dijo: Pues no tienes muy buenos informes de tu pueblo... –yo me quedé de piedra-; pero como has tenido buen comportamiento en el campamento puedes quedarte con el puesto –eso me dijo-. No, nunca supe, ni quise saber quién había podido informar mal de mí en el pueblo, porque ni yo ni mi familia nos habíamos manifestado en política durante la guerra ni nada de nada, sólo trabajar y hacer nuestra vida. Ya ves, cosas de los pueblos, envidias y ojerizas que se tienen...
 
Resulta de interés la expresión del suboficial “Pues no tienes muy buenos informes de tu pueblo...”; pero, ¿qué quiere decir exactamente? Lo desconocemos, pues el entrevistado no lo preguntó, al menos no lo dice ni se molestó en averiguarlo. En relación con el ejército, ¿quién podía informar sobre un vecino en aquel vidrioso contexto histórico de posguerra? Obviamente, el Ayuntamiento, la Jefatura Local del Movimiento y la Guardia Civil. Pero estas entidades, ¿acerca de qué podían informar de un vecino? Básicamente, sobre el comportamiento personal o actitud social, grado de afección o desafección ante la nueva situación política, etc., nunca sobre cuestiones delictuosas, que hubieran tenido su resolución en otra jurisdicción. De hecho creo que el propio entrevistado responde a la cuestión, cuando dice “ni yo ni mi familia nos habíamos manifestado en política durante la guerra ni nada de nada, sólo trabajar y hacer nuestra vida” –entendiendo que se refiere al escaso entusiasmo, esto es, falta de afección o indiferencia ante las nuevas circunstancias políticas-. Prueba de ello la tenemos más adelante, cuando dice: “Aquí en Torrebaja siempre nos han considerado a los de mi familia como de izquierdas, pero estando en Ademuz, esto es, antes de la guerra, mis padres siempre votaron a las derechas”; y La última vez que yo voté fue en tiempos de Suárez, desde entonces no he votado, no confío en los políticos... –lo que viene a confirmar que su catalogación en el contexto municipal era equívoca-. Pero esto es sólo una hipótesis...

© Alfredo SÁNCHEZ GARZÓN.
De la Real Academia de Cultura Valenciana (RACV).




[1] SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo. Juan Herrero Hernández, la persistencia de la memoria, en: Del paisaje, alma del Rincón de Ademuz, Valencia, 2008, vol. II, pp. 103-109.
[2] SÁNCHEZ GARZÓN (2008), pp. 103-104.
[3] Ibídem.
[4] Ibídem.
[5] SÁNCHEZ GARZÓN (2008), pp. 67-70.
[6] Tomado de: Las relaciones ferroviarias Madrid-Valencia en los años de la Guerra Civil Española, en: http://www.docutren.com/archivos/aranjuez/pdf/13.pdf.
[7] Dice el testimonio: <Recuerdo que en plena guerra iba yo con mi padre, al que llamaban Manuel el Turronero, (él) llevaba siempre puesta una faja de lana negra en la cintura y chaleco, continuamente con el cigarrico en la boca..., me parece que le estoy viendo. Íbamos con un carro, vendiendo judías, granos de almendra y vivero de manzano. Andábamos de puerta en puerta y recuerdo que llegamos a una casa en Villar del Humo (Cuenca) y llamamos, ofreciendo lo que llevábamos... Salió una mujercica diciendo que no quería nada, pero cuando ya nos íbamos oímos que desde dentro preguntó una voz: ¿Manuel, eres tú...? Pasa, pasa... Y cuando mi padre entró resulta que era Salvador Garrido [Camañas], el alcalde de Ademuz, que lo tenían allí escondido... Eso me contó mi padre, diciendo que no se lo dijera a nadie, y a pocas personas se lo he contado desde entonces... Date cuenta, el alcalde de Ademuz escondido en Villar del Humo, porque lo buscaban “para pasearlo” –decía mi padre- “porque era de derechas...”. Yo no sabía entonces lo que eran derechas, izquierdas ni nada de eso>. Vid SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo. Del paisaje, alma del Rincón de Ademuz, Valencia, 2008, vol. II, p. 45.
[8] SÁNCHEZ GARZÓN (2011), p. 207.

Grupo de vecinos  posando frente al antiguo "Café Emilio" en Torrebaja (Valencia), ca.1965-70, una entrañable fotografía para la pequeña historia local.
Grupo de mozas seleccionando manzanas en Torrebaja (Valencia), años 1955-60, otra entrañable fotografía para la pequeña historia local.

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